Septiembre es el mes de la educación, pues celebramos el legado que José Manuel Estrada nos dejó como católico comprometido con la educación y con su tiempo. A lo largo del mes celebramos el día del maestro, del profesor, de la secretaría, del preceptor, del bibliotecario, de la psicopedagoga y del estudiante. Viene a mi mente ese refrán africano que dice “para educar a un niño se necesita toda una comunidad”.
Las celebraciones son esos espacios que hacen que un día sea distinto de otros días, para llamar nuestra atención, contemplar y asombrarnos. Efectivamente el asombro es no dar nada por supuesto. Es sorprenderse de que existan personas con vocación de ejercer las más nobles de las obras de misericordia: enseñar, corregir, dar buen consejo, perdonar, consolar, sufrir y rezar por nuestros alumnos.
Celebrar es agradecer la vida y la vocación de nuestros docentes y auxiliares. Es decirles cuán importantes son para nosotros, para la Patria y para la Iglesia. Son una “ayuda adecuada”, para las familias que nos confían a sus hijos, para nuestra Patria que los necesita en la construcción de un futuro de paz y bien, para la Iglesia que los alienta a renovar el impulso misionero de nuestra condición de bautizados.
Celebrar es agradecerles el testimonio cotidiano, el compromiso, la creatividad y las buenas ideas, las grandes y las pequeñas. Sepan que nada de lo que hacen pasa desapercibido, pues en la mente y en el corazón de sus alumnos queda el recuerdo de esa enseñanza, consejo o aliento, que suscitó en ellos el deseo de ser mejores.
Muchos de nosotros hemos sido tocados por el alma de un buen docente, vaya también en este recuerdo la gratitud que tenemos hacia ellos, es una deuda inmensa, que solo puede pagarse intentando sembrar alguna semilla de bondad en nuestros alumnos, pues gratis lo recibimos, gratis lo damos.
En la experiencia de reconocerse discípulo de un buen maestro se entiende aquello de Santo Tomás que la educación es la conducción y promoción de la prole, porque la finalidad de la educación es entendida, según el Aquinate, desde nuestra naturaleza humana, es decir, desde nuestra generación. Nuestros padres son nuestros máximos benefactores, porque a través de ellos recibimos la existencia y enseñanzas fundamentales y nuestros maestros colaboran a que alcancemos la mejor vida, la vida en plenitud que se desarrolla en vivir bien, lo que equivale a decir vivir virtuosamente. En efecto, la prole es algo que se engendra y se educa. De ahí que la educación es la prolongación de la generación, porque completa la actividad procreadora y por eso, podemos reconocer en los buenos maestros una filiación y paternidad espiritual.
Para ser buen maestro, hay que ser buen discípulo y alumno. Hace poco le escuché decir a un importante maestro que ¡él seguía celebrando el día del estudiante!, pues no se consideraba maestro, sino que seguía siendo eternamente alumno, ¡qué lindo testimonio!. Deseo que nuestros docentes no pierdan nunca la pasión por aprender, que nunca pierdan la esperanza y la alegría que participar del Magisterio de Cristo, verdadero Maestro de quien procede la sabiduría y de cuya unión adquirimos ese “sapore scientia”, sabor de la ciencia o gusto por el conocimiento de la verdad, que nos impulsa a “educar evangelizando para evangelizar educando”.
Lic. Silvina Marlia
Directora General de la Red Educativa Fasta